Por Albert Recio*
A
la hora de justificar sus decisiones, los políticos y los técnicos de alto
nivel apelan siempre a los aspectos colectivos. Las políticas se hacen en
beneficio del país, de la Unión Europea, de la economía mundial. Como si las
colectividades fueran homogéneas, cohesionadas y participativas, y estuviera
claro que los intereses del conjunto son también los de cada cual.
Esto
es especialmente relevante cuando se trata de aplicar “sacrificios” en forma de
recortes de rentas, cambios en la jornada laboral, aumentos de impuestos o
cualquier otra medida que afecta a las condiciones de vida cotidiana de la
gente. Pero sabemos que en ningún nivel de colectividad (desde la familia a la
comunidad mundial) existe igualdad entre sus miembros. Y también podemos
observar que pocas veces las medidas afectan por igual a todos.
Es
posible que, en determinados momentos, las colectividades deban realizar
esfuerzos de austeridad, bien porque su comportamiento anterior ha sido
equivocado, bien porque deben hacer frente a una fuerza externa que las obliga
a ello. Si consideramos el impacto ecológico del modelo de vida occidental, es
evidente que estamos abocados, en un plazo de tiempo más o menos corto, a
realizar cambios importantes en nuestra forma de vida que podemos asociar a la
idea de austeridad. Si consideramos la actual estructura de poder económico
mundial, parece difícil que muchos países puedan evitar recortes en su nivel de
vida, aunque en bastantes casos se trate de una imposición injusta.
Cualquier
política seria de austeridad debe cumplir una serie de requisitos para observar
su compromiso de “emergencia colectiva”. En primer lugar, la de preocuparse por
la situación de las personas que están en peor situación. En segundo lugar, la
de ser equitativa en los efectos individuales. En tercer lugar, la de centrar
el peso de la carga en aquellos comportamientos que tienen más responsabilidad
a la hora de generar el problema. En cuarto lugar, la de sentar las bases para
desarrollar un modelo de vida viable en el futuro. En quinto lugar, la de ser
eficiente en las respuestas. Y en sexto lugar, la de minimizar los daños.
Parece
claro que, aplicando estos criterios, los actuales planes de ajuste resultan
manifiestamente inicuos y estériles. Las reformas adoptadas en materia laboral,
sanitaria, educativa y de rentas están aumentando las desigualdades sociales
(en un país que ya en 2009 era el segundo con mayores desigualdades de la Unión
Europea, con un nivel de desigualdad un 40% superior al de la media, ya de por
sí obscena). Algunos de los recortes, como los del copago sanitario o los
experimentados en las rentas de inserción, atentan directamente contra las
condiciones de vida de los más desfavorecidos, y son completamente
contradictorios con el propio discurso oficial, que cifra en la educación y la
investigación las posibilidades de salida de la situación actual, mientras
ambas partidas experimentan recortes sustanciales. Asimismo, es evidente que
eximir de impuestos a los defraudadores, seguir permitiendo que los directivos
de bancos quebrados se autoconcedan generosos “bonus” o abogar por la creación
de un nuevo sistema de “castas” universitarias bajo el pretexto de que hay que
premiar el talento, nada tiene que ver con un sacrificio colectivo. Es el viejo
trágala de imponer a la mayoría sacrificios para mantener los privilegios de
las elites.
Un
mundo más austero sólo es tolerable si es más igualitario; si la actividad
humana se centra en alcanzar las condiciones esenciales de bienestar y elude el
despilfarro; si el menor consumo tiene una contrapartida en una forma de vida y
trabajo más rica en participación social. Una participación que permite,
además, debatir racionalmente sobre prioridades, límites y opciones. Los planes
de ajuste actuales no sólo no incluyen estos aspectos, sino que introducen
reformas que los hacen imposibles.
Frente
a la desigualdad y el padecimiento que generan los nuevos planes, es el momento
de empezar a elaborar propuestas que apuesten por otro modelo de austeridad, el
de una sociedad ecológicamente responsable, socialmente justa y participativa.
Debemos ser capaces de construir una propuesta de austeridad alternativa basada
en propugnar una jerarquía de necesidades que satisfacer, la penalización
fiscal de las actividades de lujo o lesivas (por ejemplo, impuestos
diferenciados a consumos inadecuados, fiscalidad ecológica, etc.), esquemas
retributivos más igualitarios (incluyendo garantías básicas de renta), formas
de organización laboral más equilibradas y un reparto equitativo de los costes
del ajuste (no se pueden salvar bancos cuando no se salva a las personas
endeudadas injustamente). Debemos convertir la consigna de la austeridad en un boomerang
contra los verdaderos promotores del despilfarro.
Dos
preguntas sobre la tasa de paro en España
Participar
en charlas y debates sirve para que a uno le planteen preguntas insidiosas a
las que es difícil responder a bote pronto de modo taxativo. Esta pequeña nota
tiene por finalidad intentar matizar lo que les dije en su momento a mis
interlocutores y, de paso, tratar de participar en una discusión más amplia.
I
La
primera de estas preguntas me la lanzó mi amigo Agustí Colom durante un
seminario sobre la crisis que celebramos en la Facultad de Económicas de la
Universidad de Barcelona. En él yo trataba de explicar que las causas del
elevado desempleo español en la crisis actual se encuentran en la particular
estructura económica del país (fruto de su particular forma de inserción en la
economía mundial), más que en la regulación del mercado laboral. Su pregunta
directa fue cómo se explica, en todo caso, que incluso durante los mejores
momentos del auge económico el paro no bajara de 2 millones de personas. De
hecho, la cifra era algo menor (1,74 millones de personas en el segundo
trimestre del 2007), pero igualmente considerable. La figura se volvía más
moderada cuando de las cifras absolutas pasábamos a la tasa de paro, que se
situó algo por debajo del 8%, en cualquier caso superior a la de muchos otros
países.
A
un nivel de desempleo se llega por muchas vías. Pero creo que hay una serie de
cuestiones que deben considerarse a la hora de explicar este mayor desempleo
español incluso comparándolo con otros países mediterráneos. En primer lugar,
hay factores que tienen que ver con el modelo productivo y su variabilidad
estacional. La economía española no sólo se caracteriza por la importancia de
actividades claramente estacionales (especialmente el turismo) o actividades
que generan entradas y salidas cortas del empleo (como la construcción en el
momento del auge), sino por que en las fórmulas de organización adoptadas por
muchas empresas en años recientes existen sistemas de ajuste temporal de la
producción (just in time) que también provocan una elevada variabilidad
del empleo. Ello nos lleva a tener que considerar un segundo elemento:
posiblemente, la economía española ha experimentado en las últimas décadas un
proceso más intenso de “modernización” que otras economías próximas, y ello,
paradójicamente, ha minado la importancia de actividades que tradicionalmente
han constituido “reservas de empleo o subempleo”. No me refiero sólo a la
agricultura, un sector relativamente residual en lo tocante a la creación de
empleo, sino especialmente a la intensa modificación de las redes comerciales,
hoteleras, etc., así como a la intensa “racionalización” de lo que queda de
actividad industrial; una modernización que combina una intensificación laboral
y un mayor recurso a los sistemas de ajuste temporal ya mencionados. Y, en
tercer lugar, en el hecho de que la fase de crecimiento viniera acompañada de
un intenso proceso inmigratorio —la movilización de un colosal ejército de
reserva transnacional—, que contribuyó a la creación de un mayor excedente de
fuerza de trabajo. De hecho, en el momento de mayor auge, la tasa de desempleo
de los “nativos” había experimentado una caída notable y la de los recién
llegados se situaba 4,5 puntos por encima (un 7,2% para los de nacionalidad
española frente a un 11,7% para los extranjeros, según cálculos a partir de la
EPA del segundo trimestre de 2007). La combinación de estos tres elementos
—paro friccional ligado a la estacionalidad y a la variación de la actividad
productiva, modernización acelerada y crecimiento del ejército de reserva vía
inmigración— explica, a mi entender, parte de nuestro diferencial de desempleo.
Básicamente, son los problemas de un país que podríamos considerar que ha
experimentado una modernización “truncada” porque no ha desarrollado nuevos
sectores de actividad con la misma intensidad que las naciones centrales. Y hay
que considerar, además, el insuficiente desarrollo del sector público (fruto
también de este mismo truncamiento, en gran medida debido a la insuficiente
fiscalidad y al hecho de que el Estado del bienestar se empezó a consolidar
justo cuando imperaban políticas neoliberales), que ha frenado la creación de
empleo.
Es
posible que a todo ello se sumen problemas de funcionamiento del mercado
laboral: que, en la época de auge, una parte de la población combinara
activamente empleos poco deseables con la percepción del desempleo (aunque vale
la pena recordar que para percibir el seguro de desempleo hace falta haber
cotizado al menos doce meses), o que el uso excesivo de la contratación
temporal por parte de las empresas haya generado un mayor desempleo. Aun así,
creo que su papel en la historia es menor. Que el ineficiente sistema de
formación profesional y la insuficiencia de los sistemas de orientación laboral
son parte del problema. Y que, en todo caso, forma parte de un mismo modelo
productivo inadecuado y que ha tenido poca preocupación por generar condiciones
aceptables de empleo. Cuando menos, considero que estas cuestiones deben ser
tenidas en cuenta a la hora de discutir sobre las razones de nuestras abultadas
y persistentes cifras de paro.
La
explicación de la situación actual es más simple: el hundimiento de la
construcción explica una parte sustancial (el 50% de manera directa y el 75% si
contabilizamos sus efectos en otros sectores) de la destrucción de empleo. La
incapacidad para encontrar vías alternativas, el conocido efecto multiplicador
(la destrucción de unos empleos genera un efecto en cadena al caer el consumo y
la inversión) y la aplicación de ajustes en el gasto público, visibles en 2011,
han hecho el resto.
II
La
segunda cuestión me la planteó Rosa M.ª Artal en la presentación del libro
colectivo Actúa (disculpad la autopublicidad). La pregunta era simple y
directa: ¿a qué cifra de paro llegaremos? Más allá de la osadía de ofrecer una
evaluación “experta” —que casi siempre resulta fallida—, lo que conviene
entender es que la cifra estadística puede ser mayor o menor no sólo en función
de la profundidad de la crisis del empleo, sino también de la forma que tome el
mismo.
La
cifra de desempleo es el resultado estadístico de aplicar unos criterios de
clasificación a las respuestas que ofrecen las personas sobre su situación
personal. En concreto, se contabiliza como desempleada cualquier persona que
declare estar buscando empleo y no tenerlo. El criterio de tener empleo es
simple: se considera ocupada a cualquier persona que la semana en que se
efectúe la encuesta diga haber dedicado al menos una hora semanal a una
actividad remunerada. El criterio de estar buscando empleo no sólo exige que la
persona diga que lo está haciendo, sino que especifique que ha realizado alguna
acción concreta en este sentido (entrevista de trabajo, sesión de orientación,
curso formativo, etc.).
El
primer criterio, el de la ocupación, está sujeto a múltiples distorsiones,
especialmente por la existencia de diversas situaciones de subempleo, como
trabajos de pocas horas, actividades informales para sacar unos cuartos, etc.
Cualquier actividad de este tipo que el encuestado declare hace bajar el
desempleo y aumentar la ocupación. Sabemos que mucho de ello ocurre en países
en desarrollo donde el empleo informal está normalizado y en muchos países
desarrollados donde el empleo a tiempo parcial es habitual para muchas mujeres.
La misma Alemania ha conseguido maquillar sus estadísticas con la proliferación
de microempleos a los que ha sido condenada una parte de su población. De
hecho, si alguna de las personas que encontramos recogiendo cartones del
contenedor declara al ser preguntado que ha estado trabajando como reciclador
informal y obtenido por ello algunos ingresos, puede ser perfectamente
considerada como “ocupada”. Cuando el desempleo se enquista, es habitual que
prolifere este tipo de informalidad marginal y que finalmente ello sirva, entre
otras cosas, para maquillar la ocupación. Sólo hay que ver las cifras de
desempleo que lucen algunos países donde la informalidad impera por doquier.
Los
resultados del segundo criterio dependen de la forma en que respondan los
parados. Al fin y al cabo, la búsqueda de empleo (como la de setas) depende de
las expectativas de encontrarlo. Cuando el sujeto que “busca” ve defraudadas
sus esperanzas de hallarlo, la intensidad de su búsqueda decrece (al igual que
cuando vamos a buscar setas al bosque y constatamos que no se dan las
condiciones climatológicas adecuadas, o cuando consideramos que la cola para
acceder a un espectáculo es excesiva y no confiamos en que “nos toque”). Cuando
el paro es muy elevado y las posibilidades de encontrar empleo son pequeñas,
una parte de la gente deja de buscar (los “desanimados”), y en lugar de ser
contabilizados como parados se los considera inactivos. La evolución reciente
del paro español ilustra este fenómeno. Entre principios de 2008 y el segundo
semestre de 2011, se incorporaron unas 700.000 mujeres adultas a la búsqueda de
empleo, empujadas por la situación económica familiar y alentadas por la
expectativa de que podrían encontrar empleo (de hecho, en esta fase preliminar
de la crisis se crearon unos 275.000 empleos ocupados por mujeres). Esta
entrada de mujeres contribuyó a elevar las cifras absolutas de desempleo. A
partir del segundo semestre de 2011 las cosas cambiaron, se dejaron de crear
empleos y algunas mujeres están desalentadas por una búsqueda infructuosa. El
resultado es que la EPA refleja una reducción de la tasa de actividad femenina,
en la misma línea que antes lo hicieron las de los menores de veinte años y las
de los hombres de edad elevada. Si la situación se mantiene, es bastante
probable que prosiga esta tendencia al abandono de la búsqueda. El resultado es
que la inactividad camuflaría las cifras del desempleo. Y el mismo efecto
tienen la salida de inmigrantes o la emigración española al exterior.
El
resultado de esta historia es que la cifra de paro no sólo depende de cuánto
empleo se crea o se destruye, sino también de lo que se considere un empleo o
de la intensidad de la búsqueda. Por todo ello, creo que en el futuro inmediato
el desempleo seguirá creciendo, pero puede que las cifras se moderen si la
persistencia de la crisis provoca la proliferación de subempleos diversos o
desalienta los procesos de búsqueda. Sin embargo, más que en una cifra
concreta, en lo que nos tenemos que centrar es en la variedad de víctimas que
genera la situación, ya sean parados “pata negra”, inactivos forzosos o supervivientes
informales; una realidad plural bien definida por el concepto “ejército de
reserva”.
*Albert
Recio es profesor de economía
aplicada en la Universitat Autònoma de Barcelona
No hay comentarios.:
Publicar un comentario