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martes, 16 de julio de 2013

Capacidad instalada, un indicador olvidado






Por Alejandro Nadal
SIN PERMISO





Una de las mejores pistas sobre la evolución futura de la economía mundial está en los índices de capacidad productiva instalada en la industria. Este es un indicador clave al que se presta poca atención a pesar de su gran importancia. Y hoy día, por países y por industrias, el panorama no es muy alentador.
Cuando se toman decisiones de inversión en una nueva planta industrial normalmente se deja un margen de seguridad: la capacidad de la planta rebasa los pronósticos sobre crecimiento de la demanda final del producto. Esto permite enfrentar las fluctuaciones de la demanda y es un importante mecanismo de competencia en el interior de la industria.
La situación es distinta cuando los niveles de capacidad instalada ociosa aumentan más allá de esos parámetros normales. Eso revela que las decisiones de inversión del pasado calcularon mal la evolución de la demanda agregada. Eso puede sucederle a un capitalista en lo individual: tendrá que enfrentar sus inventarios no vendidos como pueda (o irse a la quiebra). Pero cuando los niveles de capacidad ociosa aumentan para todas las ramas de la industria, la señal es clara: hay un problema macroeconómico. La crisis es la única salida para destruir parte del capital instalado y volver a recomenzar. Sólo que aquí la destrucción de capital es real, a diferencia de las pérdidas de riqueza de papel típicas de las crisis en los mercados financieros. La lógica de la economía capitalista es tan inexorable como destructiva.
Los altos niveles de sobreinversión (y su espejo, la capacidad ociosa) tienen varios efectos negativos. El primero pesa sobre la rentabilidad: los costos fijos pesan más dentro del costo total de producción. Esos costos fijos no dependen de la cantidad producida y la empresa incurre en ellos por el solo hecho de haber invertido en la planta. Se produzca o no, hay que pagarlos.
Un reflejo típico es reducir los costos variables disminuyendo el número de turnos y la duración de la jornada de trabajo. Los despidos técnicos se multiplican, lo que significa que la demanda agregada se ve afectada y eso agrava el ciclo: la reducción en la masa salarial reduce más el poder de compra y eso implica crecimiento de inventarios no vendidos, y se llega a otra vuelta en la tuerca de la represión económica. La crisis se profundiza.
Cuando hay exceso de capacidad instalada una reacción típica consiste en reducir precios para vender más, pero eso descorazona las nuevas inversiones. Y si la inversión se reduce, la demanda agregada se desploma y la crisis se agudiza. Si todo esto se acompaña de una postura de austeridad fiscal, la recesión se agrava y su duración se prolonga. Las perspectivas de recuperación se hacen cada vez más débiles. Es exactamente lo que ocurre hoy en la economía mundial.
¿Cómo se presenta hoy en día el panorama de la capacidad instalada? Los últimos datos de las encuestas de la Reserva federal en Estados Unidos muestran que el primer trimestre de 2013 el nivel de capacidad utilizada en el conjunto de la industria manufacturera en ese país fue de 70 por ciento. Se trata del nivel más bajo desde octubre de 2012, lo que indica que la economía estadounidense continúa perdiendo dinamismo. Lo más serio es que este desempeño mantiene la tendencia negativa que ya se observa en la economía estadounidense desde 1990.
Claro, hay una gran disparidad en los niveles de capacidad ociosa en las distintas ramas de la industria manufacturera: un análisis más detallado de la matriz insumo-producto permitiría desentrañar los efectos interindustriales de estas disparidades.
El récord histórico (desde 1960) muestra una tendencia secular negativa en los niveles de capacidad utilizada en la industria manufacturera de Estados Unidos. Y después de cada una de las siete recesiones importantes sufridas por la economía estadounidense (comenzando con la de 1960-61), los niveles de capacidad utilizada se han ido reduciendo; es decir, las recuperaciones son cada vez más débiles. El nivel de capacidad utilizada hoy corresponde al de los baches de las tres recesiones anteriores.
Los altos niveles de capacidad ociosa (o de sobreinversión) no se limitan a Estados Unidos. Casi todas las industrias importantes en el mundo muestran señales de sobreinversión: cemento, acero, vidrio, química pesada, maquinaria para construcción, automotriz, naval, semiconductores, hotelería y la metal-mecánica muestran bajos niveles de capacidad utilizada. Y la experiencia es compartida por los principales países europeos y China. Los datos del FMI sobre China indican una dramática caída en los niveles de capacidad utilizada: de un pico de 89 por ciento en 2000 a un alarmante 60 % en 2011. Los problemas crónicos de sobreinversión han marcado a la economía china desde hace más de una década y ahora con la caída en la demanda en Europa y Estados Unidos, las cosas tenderán a empeorar.
Este indicador olvidado revela que la recuperación tardará mucho y que la crisis, con todas sus secuelas, será más larga de lo que esperan las esferas oficiales.

¿Podemos permitirnos esperar para la redistribución?






Por Sam Pizzigati 
Traducido por Marta Mestre



El ‘mercado’ no trabaja para la clase trabajadora. Los ricos han amañado las normas. Es nuestro deber seguir luchando para reducir la desigualdad que esto supone. A todo esto, los sindicatos se preguntan ¿por qué no poner fin a esta manipulación de la regla?  

A menudo necesitamos nuevas palabras para lograr acercarnos a nuevas ideas. Frances O’Grady, la máxima dirigente de los obreros de Gran Bretaña, tiene una nueva palabra para nosotros. Predistribución.

¿Por qué motivo querría la secretaria general del Congreso de Sindicatos de Gran Bretaña hablarnos de “predistribución”? En nuestros, asombrosamente, desiguales tiempos modernos, su federación sindical argumenta a favor de un nuevo documento escrito la semana pasada, donde se demuestra que la redistribución ha llegado a su límite.

Los ricos – en ambos lados del Atlántico- ya se han ocupado de ello. En los últimos años, han desmantelado de manera sistemática los sistema tributarios progresivos - ruta tradicional que se había seguido para la redistribución de las concentraciones de los altos cargos de rentas y riquezas-.

Y aún peor. Los ricos y sus seguidores han convertido la redistribución en una palabra de cuatro letras políticas. Han tildado cualquier cosa que huela a redistribución de asalto peligroso a la sabiduría “natural” de nuestra economía de mercado.

Su argumento propone que debemos resignarnos y dejar que el mercado recompense a los emprendedores y sancione las negligencias. De lo contrario, nos arriesgaríamos a una condena económica eterna.

En realidad, evidentemente, el mercado no sólo recompensa a los emprendedores. Recompensa a los fijadores de precios, los anti-sindicalistas, a los monopolios y a los que son simple y llanamente afortunados. Es más, si hereda una gran fortuna, el mercado lo recompensará alegremente en su camino año tras año, no importa cuán perezosamente pueda usted comportarte en su día a día.

Los mercados, en definitiva, no siguen unas leyes “naturales”. Son simplemente un reflejo de las relaciones de poder existentes. Los que manejan el poder manejan también las normas de un modo formal e informal. Esto determina el modo en que el mercado funciona y quién puede aprovecharse de él.

A mediados del siglo XX, tanto en Gran Bretaña como en los Estados Unidos, los ciudadanos comunes ejercían el poder suficiente – a través de los sindicatos y de las urnas- para tener un impacto sobre las reglas. Pero este poder ha disminuido a lo largo de las últimas tres décadas. Los ricos han reescrito las reglas para llenar única y exclusivamente sus bolsillos.

¿Hasta qué punto los salarios son profundamente deprimentes – sobre todo en los salarios mínimos de los convenios colectivos - en Gran Bretaña y los Estados Unidos a causa de estas nuevas normas? Hoy en día, en Gran Bretaña, el 20,6% de los empleados trabajan en empleos tasados como “salarios bajos”. Esto supone pagarles menos de dos tercios del sueldo medio que tiene el país.  

Sólo una gran nación desarrollada en el mundo - Estados Unidos- tiene una mayor proporción de empleados trabajando en empleos con salarios bajos. La cuota de EEUU es del 24’8%.

Otras naciones están haciendo que el trabajo sea mucho más rentable. En Francia, sólo el 11,1% de los trabajadores de mano de obra trabajan con salarios mínimos. En Noruega eso sucede sólo en un 8%.

No existen realidades fijas sobre el “mercado” que, en otras palabras, determinen qué tan altos o bajos son los salarios promedios de una nación. Son las decisiones reales tomadas por personas reales – en relación a las reglas que determinan cómo las economías funcionan realmente- las que suponen una determinación real sobre los salarios.

Los analistas británicos sostienen que impuestos más progresivos, por si mismos no serán suficientes para deshacer la desigualdad que han marcado las reglas impuestas en los últimos años.

En otras palabras, ya no podemos redistribuir más. Es necesario empezar a predistribuir – y de ese modo poner fin a estas prácticas de mercado que lo único que consiguen es dirigir la riqueza de nuestra economía lejos de las personas que realmente la crean-.

El panfleto obrero británico que Frances O’Grady introdujo la semana pasada llamado How to Boost the Wage Share (Cómo aumentar la participación salarial), avanza un plan de juego que permitiría revertir las tendencias que están empujando los ingresos de los trabajadores hacia los beneficios empresariales.

Stewart Lansley y Howard Redd, autores del panfleto y veteranos analistas económicos ofrecen una amplia variedad de propuestas a corto, mediado y largo plazo que se esfuerzan en forjar “una distribución más equitativa de los salarios que vaya antes de las tasas y los impuestos”.

Sus propuestas tienen algo en común subyacente. Todas tienen como objetivo “las causas del aumento de la desigualdad, y no la cura de sus síntomas en forma de redistribución”.

Este panfleto del Congreso de Sindicatos, en esencia, explora los pasos de acción que van desde el incremento del salario mínimo hasta la colocación de representantes de trabajadores en los consejos de administración que establecen los salarios para los ejecutivos.

En general, muchas de las ideas que recoge este panfleto aparecen también en Prosperity Economics (Economía de Prosperidad), artículo de Jacob Hacker y Nathaniel de la Universidad de Yale que los sindicatos americanos acogieron con entusiasmo.

Tanto el análisis americano como el británico subrayan la importancia, en palabras de Lansey y Reed, de “reequilibrar la economía fuera del trabajo mal remunerado”.  ¿Y si no lo hacemos? ¿y si dejamos que la proporción de los salarios siga disminuyendo? ¿qué sucederá si seguimos permitiendo que los poderosos y los privilegiados se apoderen de todo sin ninguna restricción?

Sin unas medidas destinadas a “elevar el nivel de las ganancias” y a “la limitación de recompensas excesivas para los que están arriba”, Lansey y Reed argumentan, la “recuperación” de la caída global que empezó en 2007 seguirá siendo imposible.

“Finalmente”, concluyen, “la creación de una brecha más reducida dependerá de un cambio fundamental en el equilibrio del poder económico y social”.

En una palabra: predistribución. 




Sam Pizzigati es miembro asociado del Institute for Policy Studies, ha escrito recientemente sobre desigualdad. Su último libro, The Rich Don’t Always Win: The Forgotten Triumph over Plutocracy that Created the American Middle Class, acaba de ser publicado.



jueves, 11 de julio de 2013

La globalización de la pobreza

  




Por Miguel Romero y Pedro Ramiro
VIENTO SUR



"Somos la primera generación que puede erradicar la pobreza". En el año 2005, en las campañas de promoción de los Objetivos del Milenio, este eslogan expresaba, a costa de olvidar la historia real de las luchas de las generaciones anteriores y las razones por las que no consiguieron vencer, el optimismo autosatisfecho con que se afrontaba entonces en los países del Norte la erradicación de la pobreza del Sur. Porque era obvio que cuando se hablaba de “pobreza” se hacía referencia a otros países y pueblos, los del Sur global. Ocho años después, buena parte de esa “generación” está más preocupada por librarse de la pobreza cercana que por erradicar la lejana.
La crisis capitalista que estalló en el año 2008 está transformando el mundo con una radicalidad que sólo tiene parangón en los orígenes del capitalismo. Como diagnosticó Karl Polanyi en su imprescindible La gran transformación: "El mecanismo que el móvil de la ganancia puso en marcha únicamente puede ser comparado por sus efectos a la más violenta de las explosiones de fervor religioso que haya conocido la historia. En el espacio de una generación toda la tierra habitada se vio sometida a su corrosiva influencia"/1. El triunfo del neoliberalismo en los años ochenta del siglo pasado dio inicio a una “segunda corrosión”, que arrasó las economías de los países del Sur con los planes de ajuste estructural y comenzó una demolición sistemática tanto de los sistemas públicos en los que estaba basado el Estado del Bienestar como de los valores morales asociados a ellos.
Al comienzo de la crisis financiera que hoy sufrimos, se hizo célebre una frase del entonces presidente francés, Nicolas Sarkozy, llamando a "refundar sobre bases éticas el capitalismo". Expresaba así los temores de las élites hacia el rechazo social a un modelo económico desnudado por la caída de Lehman Brothers y las tramas ocultas de la financiarización que, en aquel momento, sólo empezaban a emerger. Lamentablemente, esa contestación no llegó a alcanzar ni la fortaleza necesaria ni una expresión política significativa en los países del Centro, con la excepción de la organización Syriza en Grecia.
Una vez comprobada la debilidad del adversario, cambió radicalmente el sentido de la “refundación”. "Claro que hay lucha de clases. Pero es mi clase, la de los ricos, la que ha empezado esta lucha. Y vamos ganando". El lema del multimillonario Warren Buffett, que como tantos otros –George Soros en primer lugar– ejerce de filántropo en los ratos libres con las migajas de sus actividades de especulación financiera, resume la dinámica fundamental de la situación internacional: ciertamente, asistimos a un intento de “refundación del capitalismo”, pero no sobre “bases éticas”, sino sobre las bases de la lucha de clases y por medio de la acumulación por desposesión –según la expresión de David Harvey– de los bienes comunes y públicos, y de los derechos sociales y las condiciones para una vida digna de la gran mayoría de la población mundial/2. Las políticas de ajuste estructural de los ochenta y noventa en el Sur imperan ahora en la Unión Europea con fundamentos similares y nombres diversos: austeridad, disciplina fiscal, reformas, externalizaciones.
Este es el marco general de la “globalización de la pobreza” que es el tema del presente artículo. Llamamos así a la lógica común que produce y reproduce el empobrecimiento de las personas en todo el mundo, tanto en el Norte como en el Sur. Pero es necesario analizar las diferencias en los procesos políticos y económicos creadores de pobreza, en sus consecuencias materiales en la vida de las clases trabajadoras y en las percepciones sociales que se tienen de estos procesos. Mostraremos también el rol que, desde los gobiernos de los países centrales y las instituciones multilaterales, quiere asignarse al mercado y a las grandes empresas en la erradicación de la pobreza, así como el papel residual que va a cumplir la cooperación internacional para el desarrollo tras el estallido del crash global.
Somos conscientes de que las categorías, que utilizaremos indistintamente, Norte/Sur o Centro/Periferia simplifican la realidad, en general, y especialmente en lo que se refiere a la pobreza. Sin duda, hay muchos “Sures”, e incluso dentro de un mismo continente hay una enorme distancia política y social entre, por ejemplo, México y los países de la Alianza Bolivariana para América (ALBA). En los límites de este texto, trataremos de analizar por qué todavía pueden señalarse excepciones a esta regla, que aún permiten establecer diferencias significativas en el tratamiento que se da a la pobreza en los países centrales y periféricos. Para ello, partiremos de datos fiables, entre los que no está, por cierto, el Índice de Desarrollo Humano del PNUD, que en el año 2011 situaba a Chipre en el muy honorable puesto 31 y con tendencia ascendente; por tener una referencia, Venezuela ocupaba el puesto 71 en la misma clasificación.
Entre la pobreza y las “clases medias”
Según una interpretación ampliamente difundida, la crisis capitalista está siguiendo un curso paradójico que cuestiona los esquemas tradicionales sobre la jerarquía Norte-Sur: mientras que las economías del Centro, especialmente la de la Unión Europea, bordean o se hunden en la recesión, las economías periféricas, sobre todo las de los países llamados “emergentes”, mantienen año tras año altos niveles de crecimiento, por encima del 5% del PIB. Una de las consecuencias de esta asimetría es que la pobreza ha hecho su aparición en el Norte como un problema político importante, con un gran impacto social, mientras que, a la vez, parecería estar en retroceso en el Sur. Frecuentemente, se asocia esta situación con el estado de las “clases medias”, nuevo mantra sociológico que se ha convertido en el criterio de medida de numerosos fenómenos sociopolíticos relevantes, desde la movilidad social a la crisis de la democracia.
Hay en estos enfoques datos relevantes que dan cuenta de cambios profundos en la situación internacional: por ejemplo, la relativa y desigual autonomización de los países del Sur, bajo el liderazgo de aquellos que forman parte de los BRICS –Brasil, India, China y Sudáfrica; no cabe incluir a Rusia desde ningún punto de vista en la categoría “Sur”–, respecto a los “viejos” imperialismos, EEUU y la UE/3. En lo que se refiere a la lucha contra la pobreza, sin embargo, esta consideración del contexto internacional es más que discutible. Empezaremos por el Sur, planteando dos tipos de problemas: el primero, la valoración de los logros alcanzados en la erradicación de la pobreza; el segundo, el uso y la manipulación de la categoría “clases medias”.
Con la habitual afición de los políticos del establishment a las cifras redondas, el secretario general de Naciones Unidas ha contado los mil días que quedan para alcanzar los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) y se ha mostrado extraordinariamente satisfecho de los logros ya alcanzados. En especial, porque en los últimos doce años "600 millones de personas han salido de la pobreza extrema, lo que equivale al 50%". El cálculo es cuanto menos engañoso: según el Banco Mundial, en 1990 el 43% de la población mundial vivía con menos de 1,25 dólares al día, mientras en 2010 esta cifra ha caído al 21%; esta es la reducción a la mitad a la que se refiere Ban Ki-Moon. Pero no informa ni de las condiciones de extrema pobreza que siguen existiendo cuando se supera la barrera de los 1,25 dólares de ingreso diario –más del 40% de la población mundial sobrevive con menos de dos dólares al día–, ni de que cerca de 1.300 millones de personas siguen viviendo por debajo de ese nivel. Al final, esa reducción de la pobreza extrema se debe a los grandes países emergentes, fundamentalmente a China, y no tiene nada que ver con las políticas y proyectos inspirados en los ODM ni tampoco con la ortodoxia económica imperante.
En la presentación de esta nueva campaña, que tuvo lugar el pasado 2 de abril en la Universidad de Georgetown bajo la marca de "Un mundo sin pobreza", el presidente del Banco Mundial, Jim Yong Kim, afirmó: "Nos hallamos en un auspicioso momento histórico, en que se combinan los éxitos de décadas pasadas con perspectivas económicas mundiales cada vez más propicias para dar a los países en desarrollo una oportunidad, la primera que jamás hayan tenido, de poner fin a la pobreza extrema en el curso de una sola generación". No puede tomarse en serio un proyecto que tiene como punto de partida una visión tan poco consistente de la situación internacional, en la que por cierto no podía faltar la ya habitual coletilla generacional.
La ingeniería estadística sobre las “clases medias” merece una mayor atención. Un reciente estudio publicado por el Banco Mundial/4 propone un cambio importante en la caracterización y medición de la pobreza: lo más significativo es el uso del concepto de "seguridad económica", entendido como "baja probabilidad de volver a caer en la pobreza". De ahí nace una nueva categoría, la población "vulnerable", una estación de paso desde la pobreza hasta la entrada en la "nueva clase media", formada por quienes han alcanzado la "seguridad económica" y garantizarían la "estabilidad económica futura". La suma de pobres, vulnerables y clase media supone el 98% de la población latinoamericana; por tanto, la medida del éxito en la lucha contra la pobreza sería una movilidad social ascendente hacia la clase media. Esto es lo que, según los autores, está ocurriendo, ya que "la clase media en América Latina creció y lo hizo de manera notable: de 100 millones de personas en 2000 a unos 150 millones hacia el final de la última década". Nos estaríamos acercando, siguiendo esa argumentación, a un continente de “clases medias” que habría superado definitivamente el peso determinante de la pobreza.
Aunque los criterios cuantitativos sean sólo unos de los que deben ser tenidos en cuenta en el análisis de la pobreza, en ocasiones son imprescindibles para concretar los términos del debate/5. Si hacemos caso al Banco Mundial, se considera pobres a quienes tienen ingresos inferiores a 4 dólares; estos vienen a representar el 30,5% de la población latinoamericana. Las personas que tienen entre 4 y 10 dólares al día serían las “vulnerables”, el 37,5% de la ciudadanía de América Latina. Por encima de los 10 hasta los 50 dólares de ingreso diario estaría la “clase media”, el 30% de la población continental. Por último, el 2% restante son los considerados “ricos”, que ingresan más de 50 dólares al día. Tomando como referencia el salario mínimo existente en Ecuador, unos 300 dólares mensuales, podemos comprobar, en fin, que con un ingreso como este se tendría acceso a la “clase media”. No parece, pues, que tal clasificación sea razonable: lo suyo sería concluir que, al menos, el 68% de la población latinoamericana es pobre. Y además, continuando con la referencia ecuatoriana, vemos que esa “clase media” se compondría, en realidad, de trabajadores con ingresos de entre uno y cinco veces el salario mínimo, es decir, quienes están entre un frágil escalón por encima la pobreza y el nivel medio-alto de la población asalariada.
Brasil aparece como uno de los principales estandartes utilizados para justificar todo este proceso de ascenso de las “clases medias”. Así, el Gobierno brasileño define como clase media a quienes alcanzan un ingreso per cápita mensual de entre 291 y 1.019 reales,/6 de manera que el 54% de la población del país pertenecería a esta supuesta “clase media”. En la última década, 30 millones de personas (el 15% de la población) habrían “salido de la pobreza”, ya que pasaron a disponer cada mes de ingresos superiores a 250 reales. Teniendo en cuenta que en Brasil el salario mínimo es de 678 reales, esta “clase media” tendría unos ingresos que oscilarían entre el 42% y el 150% de un salario mínimo. Con semejantes criterios, parece fácil alardear de que Brasil sea ya un país de “clases medias”, unas “clases medias” cuyos ingresos no permiten siquiera alcanzar una cobertura digna de las necesidades básicas.
Es verdad que, para evaluar esta cobertura, también hay que tener en cuenta otros factores; sobre todo, la extensión y calidad de los servicios públicos al alcance de los ciudadanos y, por tanto, el volumen de gasto social destinado a ellos. Por eso es muy importante tener en cuenta que, en cuestiones económicas básicas, Brasil, como la gran mayoría de los países del Sur, se somete a la ortodoxia dominante: con nueve días del pago de la deuda externa podría cubrirse todo el presupuesto del programa Bolsa Familia, eje de la política asistencial y de la base electoral del partido gobernante/7. Si podemos decir que con la crisis capitalista los programas de ajuste estructural han viajado del Sur al Norte, los fundamentos del Estado del Bienestar, por el contrario, no han hecho el viaje desde el Norte hasta el Sur.
Dice David Harvey que "el crecimiento económico beneficia siempre a los más ricos". Efectivamente, ellos están siendo los principales beneficiarios del crecimiento en los países del Sur, de ahí que el incremento del PIB se vea acompañado del aumento sostenido de la desigualdad. La bonanza económica no está produciendo un incremento de esas ficticias “clases medias”, sino de millones de empleos precarios, con bajos ingresos, mínimos derechos laborales y grandes carencias en servicios sociales. “Trabajos brasileños” se les llama, precisamente, en algunos análisis sociológicos con sentido crítico. Pero son mucho más habituales los enfoques afines a las ideas del Banco Mundial, que en sus versiones más delirantes llegan nada menos que a llamar “neoburguesía” a la “clase media”.
No han terminado los procesos de empobrecimiento en el Sur, pero es cierto que se han modificado. Sustancialmente, sólo en aquellos países –como Venezuela– que están realizando un esfuerzo considerable más allá del incremento de los ingresos de los trabajadores pobres, apostando por el establecimiento de potentes redes públicas de educación, vivienda y sanidad. Sin embargo, en la gran mayoría de los países, se ha pasado de la extrema pobreza al empleo extremadamente precario, en un camino que además tiene vuelta atrás. Si las frágiles expectativas de movilidad social ascendente se quebraran, una posibilidad nada descartable dadas las actuales perspectivas de la economía global, la situación en el Sur tendería a parecerse más a las revoluciones árabes que a los ficticios paraísos de la “clase media”.
Extensión y percepción social de la pobreza
En la Unión Europea, antes del estallido de la crisis financiera, 80 millones de personas –el 17% de la población– sobrevivían en la pobreza. En el año 2010, la cifra había aumentado hasta los 115 millones de personas (23,1%) y se estimaba que un número similar se encontraba "en el filo de la navaja"/8. Pero, para entender la situación actual, hay que considerar la etapa anterior al crash global. Porque si es significativo y alarmante el crecimiento de la pobreza, también debía haberlo sido que antes de 2008 la pobreza fuera ya una lacra masiva tanto en la Unión Europea como en España, donde entre 2007 y 2010 pasó de afectar a 10,8 millones de personas (23,1% de la ciudadanía) a 12,7 millones (25,5%).
La extensión de la pobreza es, sin duda, un problema de primera magnitud. Creemos, sin embargo, que no explica por sí sola que en cinco años la pobreza haya pasado de ser considerada por la mayoría de la población europea como un problema marginal y ajeno, “invisible”, cuyo control quedaba a cargo de las organizaciones asistenciales y con mínimos subsidios públicos, a afectar a la situación y los temores de esa mayoría de la ciudadanía que se consideraba liberada para siempre de “caer en la pobreza”. Se afirma ahora que la pobreza se ha hecho más intensa, más extensa y más cíclica. De estas características hay que destacar la tercera, que indica una tendencia al incremento de la pobreza sin “brotes verdes” en el horizonte, estimulada por las políticas que se imponen implacablemente en la Unión Europea, sin alternativas creíbles a medio plazo. La pobreza se ha hecho “visible” en la UE no sólo porque haya más pobres, sino fundamentalmente porque se ha masificado la conciencia del riesgo de caer en la pobreza/9.
Diagnosticar el problema como una “crisis de las clases medias” es una simplificación que no permite entender ni las causas de la crisis actual ni las condiciones básicas para revertir esa tendencia al empobrecimiento. También en los países del Norte este es un concepto manipulable y fundamentalmente subjetivo: un mileurista era hace unos pocos años el símbolo de la precariedad, hoy sería considerado un miembro más de la “clase media”. Es más útil considerar en su conjunto los elementos principales, bien conocidos, que han ido produciendo la corrosión de la “seguridad social”, con minúscula, característica fundamental del Estado del Bienestar: el paro masivo, de larga duración y con subsidios decrecientes; el incremento de los “trabajadores pobres” porque el trabajo precario y sometido al poder patronal ya no asegura ingresos suficientes para una vida digna; los recortes drásticos en el empleo en la administración y en los servicios públicos, que amenazan al funcionariado; el riesgo de no poder hacer frente a las deudas contraídas en la etapa anterior, que permitieron una burbuja de alto consumo en las clases trabajadoras pese a la tendencia generalizada a la caída de los salarios desde los años noventa; el deterioro de la calidad de la sanidad y la educación, y el aumento de los pagos a cargo de los usuarios que sirven para avanzar en su privatización.
Todo este conjunto de medidas responde a una lógica común que es el principio fundamental de la economía política neoliberal: la reducción sistemática del coste directo e indirecto de la fuerza de trabajo. En condiciones de relaciones de fuerzas muy favorables para el capital, eso termina desgarrando las redes de seguridad que constituían la base de estabilidad del sistema. Es aquí, en la debilidad de las clases trabajadoras, incluso aquellas que consideraban un logro garantizado el empleo estable de calidad, con sanidad y enseñanza básica públicas y gratuitas y jubilación en condiciones dignas, donde ha nacido el pánico a la pobreza y, al mismo tiempo, la impotencia para hacerle frente. Y es que, a diferencia de la situación en muchos países periféricos, donde con independencia de la orientación política de los gobiernos se ponen en marcha políticas focalizadas en la pobreza –habitualmente por razones de gestión de conflictos y construcción de clientelas electorales, muy alejadas de la idea de solidaridad–, en los países del Centro, y particularmente en la UE, las políticas que se aplican siguen sometidas a la “regla de oro” de privilegiar los intereses del capital sobre las necesidades de la población, tratando la atención social a la población empobrecida como un lastre y recortando sistemáticamente los fondos destinados a ella. En este contexto, que el año 2010 haya sido etiquetado como el "Año Europeo de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social" no deja de ser un sarcasmo.
Desde los primeros estudios de los conflictos sociales característicos de la sociedad capitalista, se ha considerado un rasgo fundamental de la clase obrera la “inseguridad” en las condiciones de vida. Cuando, gracias a las políticas propias del Estado del Bienestar, pareció que esta característica desaparecía para una gran parte de la población trabajadora, la categoría de “clase media” cumplió la función de certificar esa nueva situación: "Hemos dejado de ser clase trabajadora", vino a decirse entonces. El neoliberalismo desarrolló con éxito "una demonización de la clase obrera", según la expresión de Owen Jones en su excelente reportaje Chavs,/10 tratando a esta como un grupo social en declive, cuyos ingresos no provienen del trabajo sino de los subsidios públicos.
Generalizando la inseguridad social y aproximando la amenaza de la pobreza, la crisis está debilitando estas barreras ideológicas que fragmentaban el tejido social de las clases trabajadoras. Pero no caerán si no se enfrentan a alternativas que comprendan que sólo puede lucharse eficazmente por la erradicación de la pobreza venciendo a quienes la producen.
Mercado y empresas para “luchar contra la pobreza”
"El capital, las ideas, las buenas prácticas y las soluciones se extienden en todas direcciones"/11. Sumidos en una crisis económica, ecológica y social como nunca antes había conocido el capitalismo global, estamos asistiendo al final de la “globalización feliz” y a la demolición de la belle époque del neoliberalismo/12. Pero las grandes corporaciones y los think tanks empresariales insisten en no darse por aludidos; lejos de cuestionar su responsabilidad en el actual colapso del sistema socioeconómico y en la crisis civilizatoria, las empresas transnacionales vuelven a presentarse como el motor fundamental del desarrollo y la lucha contra la pobreza. Según el pensamiento hegemónico, la gran empresa, el crecimiento económico y las fuerzas del mercado han de ser los pilares básicos sobre los que sustentar las actividades socioeconómicas de cara a combatir la pobreza. Eludiendo su responsabilidad en el origen de la crisis sistémica que hoy sufrimos, así como el hecho de que ellas están siendo precisamente las únicas beneficiarias del crack, las grandes corporaciones nos proponen más de lo mismo: que el fomento de la actividad empresarial, la iniciativa privada y el emprendimiento innovador sean los argumentos fundamentales para la “recuperación económica”.
Esta reorientación empresarial consiste en aplicar, junto con una táctica defensiva basada en el marketing, una estrategia ofensiva para pasar de la retórica de la “responsabilidad social” a la concreción de la “ética de los negocios” en la cuenta de resultados mediante toda una serie de técnicas corporativas. Y su objetivo no es el de atajar las causas estructurales que promueven las desigualdades sociales e imposibilitan las condiciones para vivir dignamente a la mayoría de la población mundial, sino gestionar y rentabilizar la pobreza de acuerdo a los criterios del mercado: beneficio, rentabilidad, retorno de la inversión. Es lo que hemos denominado pobreza 2.0 y constituye uno de los negocios en auge del siglo XXI/13. En los países del Sur global, por un lado, eso se traduce en el deseo del “sector privado” de incorporar a cientos de millones de personas pobres a la sociedad de consumo; en el Norte, por otro, significa la no exclusión del mercado de la mayoría de la población, una cuestión central ante el creciente aumento de los niveles de pobreza en las sociedades occidentales como consecuencia de las medidas económicas que se están adoptando para “salir de la crisis”.
"Ya es hora de que las corporaciones multinacionales miren sus estrategias de globalización a través de las nuevas gafas del capitalismo inclusivo", escribían hace diez años los gurús neoliberales que llamaban a las grandes empresas a poner sus ojos en el inmenso mercado que forman las dos terceras partes de la humanidad que no son “clase consumidora”. "Las compañías con los recursos y la persistencia para competir en la base de la pirámide económica mundial tendrán como recompensa crecimiento, beneficios y una incalculable contribución a la humanidad", decían entonces/14. Hoy, las corporaciones transnacionales han asumido plenamente esta doctrina empresarial y han puesto en marcha una variada gama de estrategias, actividades y técnicas que tienen como objetivo que las personas pobres que habitan en los países del Sur se incorporen al mercado global mediante el consumo de los bienes, servicios y productos de consumo que suministran estas mismas empresas. “Responsabilidad social”, “negocios inclusivos” en “la base de la pirámide”, “inclusión financiera”, “alfabetización tecnológica” y, en definitiva, todas aquellas vías que permitan lograr el acceso a nuevos nichos de mercado se justifican con el argumento de que van a contribuir al “desarrollo” y la “inclusión” de las personas pobres. Pero, como recalcó Evo Morales en la última Cumbre Unión Europea-CELAC, "cuando nos sometemos al mercado hay problemas de pobreza; problemas económicos y sociales, y la pobreza sigue creciendo".
Al mismo tiempo, en los países centrales, donde también están aumentando los niveles de pobreza y desigualdad, en vez de emplear los recursos públicos en políticas económicas y sociales que pudieran poner freno a esa situación, las instituciones que nos gobiernan no se han salido de la ortodoxia neoliberal y han emprendido toda una serie de contrarreformas que van a contribuir a aumentar el empobrecimiento de amplias capas de la población. Y las grandes empresas, en este contexto, están rediseñando sus estrategias para no perder cuota de mercado: "En Madrid, Londres o París también hay favelas, aunque no se llamen así", sostiene un experto brasileño en “la base de la pirámide”, "es un mercado creciente que compone la nueva clase media con poder de consumo"/15. [15] Gigantes como Unilever, por ejemplo, ya están pensando en trasladar aquí estrategias que antes probaron que funcionaban en países del Sur/16. Pero, aunque algunas multinacionales están viendo cómo aplicar en Europa la lógica de los “negocios inclusivos”, la mayoría de las grandes corporaciones ha optado por no innovar demasiado cuando lo que se trata es de seguir incrementando los beneficios: la continuada presión a la baja sobre los salarios/17 y la expansión de la cartera de negocios a otros países y mercados han sido, hasta el momento, las vías preferidas por las empresas para continuar con sus dinámicas de crecimiento y acumulación.
La tendencia a considerar el incremento del crecimiento económico como la única estrategia posible para la erradicación de la pobreza se ha visto reforzada desde que estalló la crisis financiera. Con el actual escenario de recesión, las grandes corporaciones pretenden incrementar sus volúmenes de negocio y ampliar sus operaciones en las regiones periféricas para así contrarrestar la caída de las tasas de ganancia en Europa y EEUU. Por su parte, los gobiernos de los países centrales abogan por un aumento de las exportaciones y de la internacionalización empresarial como forma de “salir de la crisis”. Según la doctrina neoliberal, la expansión de los negocios de estas compañías a nuevos países, sectores y mercados redundará en un incremento del PIB y, por consiguiente, en una mejora de los indicadores socioeconómicos, fundamentalmente en el aumento del empleo. «La única solución posible para superar la crisis y volver a crear puestos de trabajo es recuperar el crecimiento económico», resume el presidente de La Caixa, quien para lograrlo propone «buscar nuevas fuentes de ingresos, diseñar nuevos productos y abrir nuevos mercados»/18.
A pesar de que las afirmaciones acerca de una correlación directa entre el crecimiento del PIB y los avances en términos de desarrollo humano no resistirían ningún análisis serio, la idea de que crecimiento económico es equivalente a desarrollo se ha hecho dominante en el discurso de la “lucha contra la pobreza”. De esta manera, las referencias al crecimiento de las economías nacionales –cuantificadas exclusivamente a través del aumento del PIB– como vía para la superación de la pobreza no solo forman parte de toda la arquitectura discursiva de la agenda oficial de desarrollo, sino que además se están pudiendo llevar a la práctica mediante la asignación de medios y recursos públicos para las estrategias de fomento de la actividad empresarial y de los “negocios inclusivos”. Esto es así porque las principales agencias de cooperación y los gobiernos de los países del Centro, así como los organismos multilaterales, las instituciones financieras internacionales e incluso muchas ONGD, avalan este discurso y trabajan por incorporar al “sector privado” en sus estrategias de desarrollo.
De la cooperación internacional a la filantropía empresarial
La cooperación para el desarrollo, en tanto que política pública de solidaridad internacional, difícilmente encuentra encaje en este marco. Y es que, en las contrarreformas estructurales que se imponen en la actualidad, la cooperación internacional no está teniendo un destino diferente al del resto de los servicios públicos: la privatización y la mercantilización. No puede decirse que en los últimos años se haya provocado un cambio de rumbo en la senda emprendida por los principales organismos y gobiernos que lideran el sistema de cooperación internacional, sino más bien lo contrario: en el marco de la búsqueda de alternativas neoliberales para huir hacia delante con la actual situación, la crisis ha llevado a que toda la renovada orientación estratégica de la cooperación para el desarrollo se refuerce y cobre aún más sentido.
Por eso, estamos asistiendo a una profunda reestructuración de la arquitectura del sistema de ayuda internacional con vistas a reformular el papel que han de jugar, tanto en el Norte como en el Sur, los que se considera que son los principales actores sociales –grandes corporaciones, Estados, organismos internacionales y organizaciones de la sociedad civil– en las estrategias de “lucha contra la pobreza”. La hoja de ruta para los próximos tiempos parece clara: otorgar la máxima prioridad al crecimiento económico como estrategia hegemónica de lucha contra la pobreza, considerar al sector empresarial como agente de desarrollo en las líneas directrices de la cooperación, reducir los ámbitos de intervención estatal a determinados sectores poco conflictivos y limitar la participación de las organizaciones sociales en las políticas de cooperación para el desarrollo/19.
Ya no es posible "seguir exportando tanta solidaridad", las "circunstancias han cambiado" y los compromisos contra la pobreza han de reorientarse "hacia nuestro territorio". Eso afirmaba el pasado mes de septiembre el consejero de Justicia y Bienestar Social de la Generalitat Valenciana, Jorge Cabré, para justificar la decisión de su Gobierno de poner fin a las políticas de cooperación internacional. Es sólo un ejemplo de cómo, siguiendo una línea argumental similar, tanto el Gobierno central como la mayoría de las administraciones autonómicas y municipales del Estado español eliminaron o redujeron drásticamente sus presupuestos para cooperación al desarrollo en 2012. Y para este año, lejos de augurarse una recuperación –cierto es que existen algunas excepciones a esta tendencia generalizada–, caminamos en la misma dirección: como ha denunciado la Coordinadora de ONG para el Desarrollo, a los 1.900 millones de euros que se recortaron el pasado año se le sumarán este otros 300 millones más. Con todo ello, la Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD) española pasará a suponer solamente el 0,2% de la renta nacional bruta, lo que nos retrotrae a niveles de principios de los noventa. "Fue un error perseguir el 0,7%", dice ahora el secretario de Estado de Cooperación y para Iberoamérica, Jesús Gracia, renunciando así a la que desde hace dos décadas ha sido una de las reivindicaciones fundamentales de las ONGD en el Estado español y que los sucesivos ejecutivos se habían comprometido a cumplir firmando el Pacto de Estado contra la Pobreza.
En los años ochenta y noventa, la cooperación internacional contribuyó a apoyar el Consenso de Washington y las reformas estructurales que posibilitaron la expansión global de las grandes corporaciones que tienen su sede en los principales países donantes de AOD. Hoy, la cooperación al desarrollo ya no cumple un papel fundamental para la legitimación de la política exterior del país donante, como lo venía haciendo hasta el comienzo de la crisis financiera. Aunque aún puede seguir desempeñando un rol secundario en la proyección de imagen internacional, su función esencial es la de asegurar los riesgos y acompañar a estas empresas en su expansión global, así como contribuir a la apertura de nuevos negocios y nichos de mercado con las personas pobres que habitan en “la base de la pirámide”.
En el caso que nos toca más de cerca, todo ello se articula en torno a la famosa marca España, un proyecto para atraer capitales transnacionales a nuestro país –con EuroVegas como modelo bandera– y fomentar la internacionalización de las empresas españolas: en palabras de José Manuel García-Margallo, ministro de Asuntos Exteriores y Cooperación, "los intereses de España en el exterior son en gran medida intereses económicos y tienen a las empresas como protagonistas". Esto se constata, sin ir más lejos, en el presupuesto del ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación para este año, en el que se observa que la partida de cooperación para el desarrollo ha disminuido el 73% entre 2012 y 2013 mientras, en el mismo periodo, han subido el 52% los fondos para la acción del Estado en el exterior a través de sus embajadas y oficinas comerciales/20.
Nos hemos habituado a escuchar con frecuencia, en el discurso oficial, una frase que se repite a modo de justificación: "Bastante tenemos con la pobreza de aquí como para preocuparnos de la de otros sitios". Es evidente que los últimos gobiernos españoles, tanto el actual como el anterior, han incumplido una y otra vez sus compromisos sobre la cooperación internacional y la lucha contra la pobreza a nivel mundial/21. Y a la vez, no es verdad que, a cambio, se estén destinando más fondos para afrontar la extensión de la pobreza en nuestro país. Aquí y ahora, esa labor se está dejando en manos de algunas ONG y de las grandes empresas, recuperando la obra social, la caridad y la filantropía como forma de paliar las crecientes desigualdades. Mientras crece la desigualdad a marchas forzadas –desde 2007, la diferencia entre el 20% más rico y el 20% más pobre en España ha subido un 30%–,/22 resurge con fuerza la filosofía del “neoliberalismo compasivo”, basada en la idea de que pueden paliarse la pobreza y el hambre aportando “lo que nos sobra”.
"Cada vez más gente de la que imaginas necesita ayuda en nuestro país", decía Cruz Roja en sus anuncios para el último "Día de la Banderita", poniendo el foco en la pobreza “local”. "Cuenta conmigo contra la pobreza infantil", ese era el lema de la pasada campaña navideña de La Caixa y Save the Children, añadiendo lo de “infantil” para darle un toque adicional de sentimentalismo. Y tenemos muchos más ejemplos de cómo las grandes corporaciones están intentando reapropiarse de las buenas intenciones y de la solidaridad de una ciudadanía cada vez más preocupada por el incremento de la pobreza y el hambre: desde la filantropía de Amancio Ortega, patrón de Inditex y tercer hombre más rico del planeta, que ha donado 20 millones de euros a Cáritas (el 0,05% de su fortuna), hasta los spots tipo "siente a un pobre a su mesa" que han publicitado diferentes ONGD,/23 pasando por el auge de los bancos de alimentos, a los que han anunciado donaciones grandes empresas como Mercadona o Repsol. Hace años, la “solidaridad de mercado” se medía en base al dinero recaudado en los telemaratones, hoy parece computarse a partir de la cantidad de bolsas de comida que pueden donarse a las organizaciones asistencialistas.
Repensando el modelo de desarrollo
"No es una crisis, es una estafa", gritan los manifestantes que protestan por la privatización de la sanidad, la educación y el agua. Y efectivamente, no hay otro nombre mejor para explicar el hecho de que los grandes capitales privados estén saliendo reforzados de la crisis mientras, por el contrario, la mayoría de mujeres y hombres van perdiendo empleo y vivienda, sanidad y educación, pensiones y derechos sociales conquistados en el último siglo. En este contexto, los cambios sustanciales para luchar contra la pobreza sólo pueden darse confrontando, en alianza con las organizaciones políticas y sindicales y con los movimientos sociales emancipadores, a las reformas económicas y los ajustes estructurales que cada día producen y reproducen un mayor empobrecimiento.
Ante el desmantelamiento de la cooperación como política pública de solidaridad internacional, la única forma de no perder ese sentido solidario que ha presidido las actividades de muchas organizaciones españolas de cooperación internacional en las dos últimas décadas es trabajar, aquí y ahora, en la formulación y puesta en práctica de una agenda alternativa de desarrollo en la que la cooperación solidaria se entienda como una relación social y política igualitaria, articulada con las luchas y los movimientos sociales emancipadores. No podemos pensar que vamos a aliviar la pobreza con lo que nos sobra, hace falta otro programa político. Trabajando en la construcción de alternativas solidarias que pueden contribuir a la resistencia social frente a los procesos de empobrecimiento y, en un futuro, a ganar fuerza para revertirlos, es decir, para cambiar de raíz la economía política dominante, tutelada por la dictadura de la ganancia. En eso estamos.




Miguel Romero es editor de la revista VIENTO SUR y Pedro Ramiro es coordinador del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL) – Paz con Dignidad.

NOTAS

 
1/K. Polanyi, La gran transformación, La Piqueta, Madrid, 1989, p. 66.
2/D. Harvey ha desarrollado recientemente las modalidades de esta acumulación, como puede verse en esta entrevista de E. Boulet al geógrafo británico: «El neoliberalismo como “proyecto de clase”», Viento Sur (web), 8 de abril de 2013.
3/ No es el tema central de este artículo, pero dejemos claro que no hay nada que lamentar en esto que podríamos llamar “desoccidentalización”, por más problemática que sea la nueva relación de fuerzas a nivel global desde el punto de vista de los intereses de las mayorías sociales.
4/ F. H. G. Ferreira, J. Messina, J. Rigolini, L. F. López-Calva, M. A. Lugo y R. Vakis, La movilidad económica y el crecimiento de la clase media en América Latina. Panorama general, Banco Mundial, Washington, 2013.
5/ Los principales datos que aquí vamos a citar están tomados de J. L. Berterretche, "Los tramposos delirios de los tecnócratas del Banco Mundial", Viento Sur (web), 8 de abril de 2013.
6/El tipo de cambio es de 1 real = 0,38 euros. El salario mínimo en Brasil es de 678 reales, por tanto, unos 257 euros.
7/ El 42% del presupuesto federal brasileño se destina al pago de la deuda pública. Los presupuestos de educación y sanidad equivalen solamente al 8% y 10%, respectivamente, de esta enorme sangría de los fondos públicos.
8/ Así lo recogía el diario El País, 30 de marzo de 2013, pp. 4-5.
9/ Diferentes estudios alertan de ello: Intermón Oxfam, por ejemplo, en Crisis, desigualdad y pobreza (Informe nº 32, 2012), pronostica que en España pasaremos de tener 12,7 millones de pobres (27% de la población total) en 2012 a 18 millones (38%) en 2022.
10/ O. Jones, Chavs. La demonización de la clase obrera, Capitán Swing, Madrid, 2012.
11/ Eso afirma el Consejo Mundial Empresarial para el Desarrollo Sostenible (WBCSD, Visión 2050. Una nueva agenda para las empresas, Fundación Entorno, 2010).
12/ R. Fernández Durán, La quiebra del capitalismo global: 2000-2030. Preparándonos para el comienzo del colapso de la civilización industrial, Libros en Acción, Virus y Baladre, 2011.
13/ Hemos desarrollado ampliamente estas ideas en: M. Romero y P. Ramiro, Pobreza 2.0. Empresas, estados y ONGD ante la privatización de la cooperación al desarrollo, Icaria, Barcelona, 2012.
14/ C. K. Prahalad y S. L. Hart, "The fortune at the bottom of the pyramid", Strategy and Business, nº 26, 2002.
15/ "En Madrid hay favelas aunque no se llamen así", El País, 3 de septiembre de 2012.
16/ «En Indonesia, vendemos dosis individuales de champú a dos o tres céntimos y aún así obtenemos un beneficio decente», afirma un ejecutivo de la compañía en «La pobreza regresa a Europa», Público, 27 de agosto de 2012.
17/ En este año, por primera vez los excedentes empresariales (46,1%) han superado a las rentas salariales (44,2%) en el cómputo del PIB español.
18/ I. Fainé, "Crecer para dirigir", El País, 2 de noviembre de 2011.
19/ G. Fernández, S. Piris y P. Ramiro, Cooperación internacional y movimientos sociales emancipadores: Bases para un encuentro necesario, Hegoa, Universidad del País Vasco, Bilbao, 2013.
20/ CONGDE, "Análisis y valoración de la Coordinadora de ONG para el Desarrollo-España del proyecto de Presupuestos Generales del Estado para 2013", 8 de octubre de 2012.
21/ Plataforma 2015 y más, "España lidera la reducción de la Ayuda Oficial al Desarrollo y lleva la cifra de cooperación a su mínimo histórico", 3 de abril de 2013.
22/ Cáritas, Desigualdad y derechos sociales. Análisis y perspectivas, Fundación Foessa, 2013.
23/ Acción contra el Hambre, por ejemplo, nos invitaba a dar un donativo por cada “menú solidario” que consumiéramos en uno de los «Restaurantes contra el hambre» que formaban parte de la campaña; en una línea similar, Intermón Oxfam nos llamaba a sentarnos en su "Mesa para 7.000 millones".

jueves, 6 de junio de 2013

El Costo Social del Capitalismo

  




Por Paul Craig Roberts
IPE



Cuando yo era un estudiante de posgrado en economía, el costo social del capitalismo era un gran problema en la teoría económica. Desde hace esas décadas, los costos sociales del capitalismo se han disparado, pero la cuestión no parece preocupar la profesión económica.Los costos sociales son los costos de producción que no han nacido por el productor o incluidos en el precio del producto. Hay muchos ejemplos clásicos: la contaminación del aire, el agua y la tierra de la explotación minera, el fracking, extracción de petróleo y los derrames de tuberías, la agricultura de fertilizantes químicos, transgénicos, pesticidas, radiactividad liberada de accidentes nucleares y la contaminación de los alimentos por los antibióticos y las hormonas artificiales .Algunos economistas creen que estos costos sociales tradicionales pueden ser tratados por los derechos de propiedad bien definidos. Otros piensan que el gobierno benevolente debe controlar los costos sociales de los intereses de la sociedad.Hoy en día hay nuevos costos sociales traídos por la globalización. Para los países desarrollados, que son el desempleo, la pérdida de ingresos de los consumidores, la base tributaria y el crecimiento del PIB y el aumento del déficit comercial y por cuenta corriente de la deslocalización de la fabricación y el empleo de servicios profesionales transables. El déficit en cuenta corriente comercial y corriente puede resultar en un valor de cambio de la caída de la moneda y el aumento de la inflación de los precios de importación. Para los países subdesarrollados, los costos son la pérdida de la autosuficiencia y la transformación de la agricultura en monocultivos para alimentar a las necesidades de las corporaciones internacionales.Los economistas son ajenos a esta nueva epidemia de los costes sociales, porque piensan erróneamente que la globalización es el libre comercio y el libre comercio es siempre beneficioso.Los economistas también son conscientes de los costos sociales de la desregulación. La actual crisis financiera que requiere subvenciones públicas masivas a "bancos demasiado grandes para caer" es un costo social que resulta de gobierno con capacidad de presión de Wall Street para desregular el sistema financiero mediante la derogación de la Ley Glass-Steagall, mediante la eliminación de los límites a las posiciones de los especuladores, por la prevención de la CFTC de los derivados que regulan, y girando la Ley de Defensa de la Competencia en la ley de letra muerta y permitir concentraciones económicas masivas. Los costos sociales del éxitoso cabildeo corporativo es enorme. Pero los economistas que creen que los mercados se auto-regula imaginan que se ha producido un enorme aumento de la eficiencia, los costos sociales son masivos.

Después de la fiebre del oro

  




Por Nouriel Roubini
Project Syndicate



El aumento en los precios del oro en los últimos años –desde 800 dólares la onza a principios de 2009 hasta más de 1900 dólares a fines de 2011– presentó todas las características de una burbuja. Y ahora, como todos los repentinos aumentos de precios de activos divorciados de los aspectos fundamentales de la oferta y la demanda, la burbuja del oro se está desinflando.
En su punto máximo, los llamados escarabajos de oro –una combinación de inversores paranoicos y otras personas con una agenda política basada en el miedo– alegremente predecían precios para el oro de 2000, 3000 e incluso 5000 dólares en cuestión de años. Pero desde entonces los precios han avanzado mayormente en dirección descendente. En abril, el oro se vendía por cerca de 1300 dólares la onza –y el precio aún ronda por debajo de los 1400: una caída de casi el 30 % respecto de su máximo en 2011.
Hay muchos motivos que explican por qué estalló la burbuja y los precios del oro probablemente bajen mucho más, en dirección a los 1000 dólares para 2015.
En primer lugar, los precios del oro tienen a dispararse cuando hay riesgos económicos, financieros y geopolíticos graves para la economía mundial. Durante la crisis financiera global, incluso la seguridad de los depósitos bancarios y de los bonos gubernamentales fue puesta en duda por algunos inversores. Si usted se preocupa por el apocalipsis financiero, es metafóricamente el momento adecuado para aprovisionar su búnker con armas, municiones, comida enlatada y barras de oro.
Pero incluso en ese funesto escenario, el oro puede ser una mala inversión. De hecho, en el punto máximo de la crisis financiera mundial, en 2008 y 2009, los precios del oro cayeron bruscamente varias veces. En una situación de extrema restricción crediticia, las compras apalancadas de oro causan ventas forzadas, porque cualquier corrección en los precios dispara demandas de cobertura suplementaria. En consecuencia, el oro puede ser muy volátil –hacia arriba y hacia abajo– en los puntos máximos de una crisis.
En segundo lugar, el oro muestra su mejor desempeño cuando hay riesgo de una inflación elevada, ya que su popularidad como depósito de valor aumenta. Pero, a pesar de la política monetaria extremadamente agresiva de muchos bancos centrales –las sucesivas rondas de «flexibilización cuantitativa» han duplicado, o incluso triplicado, la oferta monetaria en la mayoría de las economías avanzadas– la inflación mundial es actualmente baja y está cayendo aún más.
El motivo es simple: si bien la base monetaria ha aumentado vertiginosamente, la velocidad de circulación del dinero colapsó y los bancos están acaparando la liquidez como reservas excedentes. El continuo desapalancamiento de la deuda privada y pública ha mantenido el crecimiento de la demanda mundial por debajo del de la oferta.
Por lo tanto, las empresas tienen poco poder de fijación de precios debido a su capacidad excedente, mientras que la posibilidad de negociación de los trabajadores es limitada por el elevado desempleo. Además, los sindicatos continúan debilitándose porque la globalización llevó a la producción barata de bienes intensivos en mano de obra en China y otros mercados emergentes, deprimiendo los salarios y las perspectivas de empleo de los trabajadores no calificados en las economías avanzadas.
Con escasa inflación salarial, es poco probable una elevada inflación de precios. En todo caso, la inflación está cayendo en todo el mundo a medida que los precios de los productos básicos ajustan a la baja en respuesta al débil crecimiento global. Y el oro sigue la caída de la inflación actual y esperada.
En tercer lugar, a diferencia de otros activos, el oro no proporciona ningún ingreso. Mientras que las acciones tienen dividendos, los bonos tienen cupones y las viviendas generan rentas, el oro solo implica una jugada en favor de la apreciación del capital. Ahora que la economía global se está recuperando, otros activos –las acciones o incluso la reactivación de los bienes raíces– proporcionan rendimientos más elevados. De hecho, las acciones estadounidenses y mundiales han superado ampliamente al oro desde el fuerte aumento en el precio del ese metal a principios de 2009.
En cuarto lugar, los precios del oro aumentaron bruscamente cuando las tasas de interés reales (ajustadas por inflación) se tornaron cada vez más negativas luego de sucesivas rondas de flexibilización cuantitativa. El momento de comprar oro es cuando los rendimientos reales del efectivo y los bonos son negativos y caen. Pero la perspectiva más positiva sobre las economías estadounidense y global implica que con el tiempo la Reserva Federal y otros bancos centrales abandonarán la flexibilización cuantitativa y las tasas de interés de intervención nulas, lo que significa que las tasas reales aumentarán en vez de caer.
En quinto lugar, hay quienes argumentaron que los países altamente endeudados empujarían a los inversores hacia el oro a medida que aumente el riesgo de los bonos gubernamentales. Pero actualmente está ocurriendo lo opuesto. Muchos de esos gobiernos altamente endeudados cuentan con elevadas existencias de oro, que pueden decidir vender para reducir sus deudas. De hecho, un informe sobre la posibilidad de que Chipre vendiera una pequeña fracción –unos 400 millones de euros (520 millones de dólares)– de sus reservas de oro disparó en abril una caída del 13 % en los precios de ese metal. Países como Italia, que cuenta con enormes reservas de oro (más de $130 mil millones), podrían verse igualmente tentados y empujar aún más los precios a la baja.
En sexto lugar, algunos conservadores políticos extremos, especialmente en Estados Unidos, exageraron las virtudes del oro de maneras que terminaron siendo contraproducentes. Para estos extremistas de la extrema derecha, el oro es la única cobertura contra el riesgo que implica la conspiración gubernamental para expropiar la riqueza privada. Estos fanáticos también creen que un regreso al patrón oro es inevitable cuando la hiperinflación siga a la «degradación» del papel moneda llevada a cabo por los bancos. Pero, ante la ausencia de conspiraciones, de una reducción de la inflación, y de la incapacidad para usar el oro como moneda, esos argumentos no son sostenibles.
Una moneda cumple tres funciones: proporcionar un medio de pago, funcionar como unidad de cuenta y como reserva de valor. El oro puede constituir una reserva de valor para la riqueza, pero no es un medio de pago; no se puede pagar en el supermercado con él. Tampoco es una unidad de cuenta; los precios de los bienes y servicios, y de los activos financieros, no están denominados en oro.
Entonces, el oro se mantiene como la «reliquia bárbara» de John Maynard Keynes, sin valor intrínseco y utilizado principalmente como cobertura contra miedos y pánico en su mayor parte irracionales. Sí, todos los inversores debieran contar con una muy modesta cuota de oro en sus carteras, como cobertura contra riesgos extremos de eventos excepcionales. Pero otros activos reales pueden proporcionar una cobertura similar, y esos riesgos de eventos excepcionales –si bien no han sido eliminados– son ciertamente menores hoy que en el momento cumbre de la crisis financiera global.
Aunque los precios del oro puedan aumentar temporalmente en los próximos años, serán muy volátiles y seguirán una tendencia menor con el tiempo, a medida que la economía global se recupere. La fiebre del oro ha terminado.



Nouriel Roubini, es profesor NYU's Stern school of Business, Director de Roubini Global 
Economics.

sábado, 1 de junio de 2013

De las bocas de los bebés

 

 

 

Por Paul Krugman

El Pais

 

 

Los cupones para alimentos han desempeñado una función casi heroica en los últimos años

Como muchos observadores, leo a menudo los informes sobre los tejemanejes políticos con una especie de cansado cinismo. Sin embargo, de cuando en cuando, los políticos hacen algo tan erróneo, fundamentalmente y moralmente, que el cinismo no basta para combatirlo; en vez de eso llega la hora de enfadarse muchísimo. Es lo que sucede con la fea y destructiva batalla contra los cupones para alimentos. El programa de cupones —que hoy en día utiliza en realidad tarjetas de débito y se conoce oficialmente como Programa de Ayuda Nutricional Suplementaria— intenta ofrecer una ayuda pequeña, pero crucial, a las familias necesitadas. Y está meridianamente claro que la inmensa mayoría de los receptores de los cupones para alimentos realmente necesitan esa ayuda y que el programa tiene muchísimo éxito en la reducción de la “inseguridad alimentaria”, que hace que las familias pasen hambre al menos en ocasiones.
Los cupones para alimentos han desempeñado una función especialmente útil —en realidad, casi heroica— en los últimos años. De hecho, han cumplido una triple misión.
En primer lugar, mientras millones de trabajadores se quedaban en paro sin tener ninguna culpa, muchas familias recurrían a los cupones para comida para que les ayudasen a ir tirando; y aunque la ayuda alimentaria no sustituye a un buen trabajo, ha paliado considerablemente la miseria. Los cupones para alimentos han sido especialmente útiles para esos niños que, sin ellos, estarían viviendo en la pobreza extrema, definida como unos ingresos de menos de la mitad de los que determinan el umbral de pobreza oficial.
Pero hay más. ¿Por qué está deprimida nuestra economía? Porque muchos agentes económicos han recortado drásticamente el gasto al mismo tiempo, mientras que relativamente pocos agentes estaban dispuestos a gastar más. Y, debido a que la economía no es como una familia individual —sus gastos son mis ingresos, mis ingresos son sus gastos—, la consecuencia ha sido un descenso generalizado de los ingresos y una caída en picado del empleo. Necesitábamos desesperadamente (y seguimos necesitando) políticas públicas que fomenten un aumento del gasto de manera temporal; y la ampliación de los cupones para alimentos, que ayudan a las familias que viven al límite y les permiten gastar más en otras necesidades, es justo una de esas políticas.
De hecho, los cálculos de la consultora Moody’s Analytics indican que cada dólar gastado en cupones para alimentos en una economía deprimida hace que el PIB suba alrededor de 1,7 dólares (lo cual significa, por cierto, que gran parte del dinero desembolsado para ayudar a las familias necesitadas, en realidad vuelve directamente al Gobierno en forma de aumento de los ingresos).
 Pero esperen, aún no hemos terminado. Los cupones para alimentos reducen enormemente la inseguridad alimentaria entre los niños de familias con ingresos bajos, lo cual, a su vez, aumenta enormemente sus posibilidades de obtener buenos resultados en el colegio y crecer hasta convertirse en adultos productivos y con éxito. Así que los cupones para alimentos son, en un sentido muy real, una inversión en el futuro del país (una inversión que a largo plazo, casi con seguridad, reducirá el déficit presupuestario, porque los adultos del mañana también son los contribuyentes del mañana).
 
¿Y qué quieren hacer los republicanos con este programa lleno de virtudes? Lo primero, reducirlo; luego, acabar con él a todos los efectos.
La parte de la reducción se deriva del último proyecto de ley agrícola publicado por el Comité de Agricultura de la Cámara (por motivos históricos, el programa de cupones para alimentos lo gestiona el Departamento de Agricultura). Ese proyecto de ley expulsaría del programa a unos dos millones de personas. Deben tener presente, por cierto, que uno de los efectos del embargo ha sido la grave amenaza a la que se enfrenta un programa diferente, pero relacionado, que proporciona ayuda alimentaria a millones de madres embarazadas, bebés y niños. Garantizar que la siguiente generación crezca con carencias nutricionales; eso es lo que ahora se llama tener visión de futuro.
¿Y por qué deben reducirse los cupones para alimentos? No podemos permitírnoslos, dicen políticos como el republicano Stephen Fincher, representante por Tennessee, quien respaldó su postura con citas bíblicas (y quien resulta que también ha recibido personalmente millones de dólares en subsidios agrarios a lo largo de los años).
Estos recortes, sin embargo, son solo el principio de la batalla contra los cupones para alimentos. Recuerden, el presupuesto del representante Paul Ryan sigue siendo la postura oficial del Partido Republicano en cuanto a política fiscal, y ese presupuesto exige convertir los cupones para alimentos en un programa único de subvenciones con un coste drásticamente reducido. Si esta propuesta hubiese estado en vigor cuando nos golpeó la Gran Recesión, el programa de cupones para alimentos no podría haberse ampliado de la forma en que se amplió, lo que se traduciría en muchísimas más penurias, entre ellas mucha hambre sin paliativos, para millones de estadounidenses, y para los niños en particular.
Miren, yo entiendo las supuestas razones lógicas: nos estamos convirtiendo en un país de receptores, y hacer cosas como dar de comer a los niños pobres y proporcionarles una asistencia sanitaria aceptable solo sirve para generar una cultura de dependencia; y es esa cultura de dependencia, no los banqueros sin control, la que de algún modo ha causado la crisis económica.
Pero me pregunto si ni siquiera los republicanos se creen de verdad esa historia; o, al menos, confían lo suficiente en su diagnóstico para justificar unas políticas que, más o menos literalmente, les quitan la comida de la boca a los niños hambrientos. Como he dicho, hay ocasiones en las que el cinismo no basta; este es un momento para estar muy, muy, enfadado.

 Paul Krugman, premio Nobel de Economía en 2008, es profesor de Economía de Princeton.

 

viernes, 31 de mayo de 2013

Las ilusiones fatales de quienes propugnan ahora una salida de la Eurozona










Por Michael R. Krätke




"La frustración nacida de la estulticia de la Troika en la gestión de la crisis está tan justificada como la crítica de los errores de diseño en la construcción de la Unión Monetaria. Pero un regreso al parapeto atrincherado de las monedas nacionales no ofrece solución ninguna. Nadie debería sucumbir a la ilusión fatal de que eso permitiría poner freno a la política económica y financiera neoliberal. Al contrario. Mientras esté en vigor el Tratado de Lisboa suscrito en 2007, seguirá el baile. El error intelectual cardinal en la gestión de la crisis del euro consiste en confundir la Unión Monetaria con un recinto habilitado para la actividad económica mundialmente competitiva. Pero la disolución del euro no alteraría eso para nada. Ni pondría fin a los gravosos desequilibrios económicos entre el Norte y el Sur de la UE. Que una competición devaluatoria sacaría de la miseria a los países en crisis, es cosa que sólo los ilusos pueden llegar a creer. Los Estados golpeados no se sustraerían a la crisis, y lo poco que de ella pudieran ahorrase, no sería desde luego a cuenta de la devaluación monetaria. De los shocks monetarios que seguirían a la desintegración del euro sólo se alegrarían los especuladores internacionales de divisas."
Uno de cada dos alemanes desearía regresar al marco, mientras que en los países europeos meridionales –como Portugal y España— una mayoría quiere dar la espalda a la UE. Mejor hoy que mañana. De derecha a izquierda, desde los nacionalistas del emplazamiento territorial competitivo de la Alternativa para Alemania [AfD, por sus siglas en alemán], el antiguo senador de finanzas berlinés Thilo Sarrazin y el economista Heiner Flasbeck, hasta Oskar Lafontaine y Sarah Wagenknecht: de tal amplitud es el frente único de los partidarios de salir del euro. A Grecia, a España, a Portugal, a Italia incluso: desde el estallido de la eurocrisis a comienzos de 2011, a todos se les habría enseñado la puerta. Ahora se acumulan las voces que abogan por una Alemania sin euro o aun por una "disolución ordenada" de la moneda común. Ni que decir tiene: el malhadado rescate de Chipre ha sido la gota que ha colmado el vaso.
Ilusiones fatales
La frustración nacida de la estulticia de la Troika en la gestión de la crisis está tan justificada como la crítica de los errores de diseño en la construcción de la Unión Monetaria. Pero un regreso al parapeto atrincherado de las monedas nacionales no ofrece solución ninguna. Nadie debería sucumbir a la ilusión fatal de que eso permitiría poner freno a la política económica y financiera neoliberal. Al contrario. Mientras esté en vigor el Tratado de Lisboa suscrito en 2007, seguirá el baile. El error intelectual cardinal en la gestión de la crisis del euro consiste en confundir la Unión Monetaria con un recinto habilitado para la actividad económica mundialmente competitiva. Pero la disolución del euro no alteraría eso para nada. Ni pondría fin a los gravosos desequilibrios económicos entre el Norte y el Sur de la UE. Que una competición devaluatoria sacaría de la miseria a los países en crisis, es cosa que sólo los ilusos pueden llegar a creer. Los Estados golpeados no se sustraerían a la crisis, y lo poco que de ella pudieran ahorrase, no sería desde luego a cuenta de la devaluación monetaria. De los shocks monetarios que seguirían a la desintegración del euro sólo se alegrarían los especuladores internacionales de divisas. Los gobiernos que devaluaran su moneda un 20%, un 30% o más, tendrían que atenerse sin demasiadas sorpresas a las reacciones de los mercados financieros. Quien devalúa, es castigado con intereses y primas de riesgo más elevados. Eso debería tenerse ya por bien sabido desde la prehistoria del euro. Los países en crisis de la Eurozona, además, no se han endeudado en la propia moneda. Puesto que los patrimonios y las deudas exteriores de sus ciudadanos están denominados en euros, la devaluación no puede sino provocarles pérdidas: significa cerrar cualquier vía de escape a su actual situación de servidumbre por deuda.
El espectáculo más estupefaciente de este debate sobre la salida del euro lo ofrecen los críticos de izquierda de la gestión política hecha hasta ahora de la crisis del euro cuando se suben al carro de la "competitividad". Para los nacionalistas del emplazamiento territorial competitivo esto es lo más normal del mundo: creen en el mantra de una competitividad que depende supuestamente sólo de los costes salariales. Desgraciadamente, otros se tragan también la fabula, según la cual la fortaleza exportadora de Alemania sería indiscutiblemente (y absurdamente) atribuible a la pérdida de salario real. Conforme a eso, la culpa de las debilidades de los países en crisis la tendría un crecimiento demasiado fuerte del salario real. Puesto que los fanáticos de la austeridad cometen el mismo error intelectual, abogan por doquiera a favor de falsas reformas de estructuras: en nombre de la competividad. 
Quien, empero, aguce un poco la mirada, observará esto: en ninguna parte del mundo occidental dependen del comercio exterior tantos puestos de trabajo como en Alemania; y sin embargo, las industrias y las empresas exportadoras alemanas raramente pagan salarios bajos. Por lo general, los ingresos reales de su personal han aumentado, en vivo contraste con lo ocurrido en la evolución del promedio salarial alemán. El caso es que los exportadores alemanes tienen costes salariales por unidad producida claramente inferiores a los de sus competidores en la Eurozona. Eso es todo. Aquí se refleja la ansiada ganancia de productividad, que no se consigue precisamente con presión salarial a la baja o con salarios bajos.
Desde luego que la construcción de la Unión Monetaria adolece de errores de diseño, pero no de los errores de que parlotean los aspirantes a salir de ella. Disparidades económicas y diferencias estructurales hay en cualquier espacio monetario. Incluso en países pequeños como Holanda o Bélgica pueden observarse notables diferencias regionales. De eso no se sigue que cada provincia deba tener su propia moneda; el espacio monetario homogéneo óptimo sólo existe en los modelos económicos neoclásicos.
Recaída en la dispersión de pequeños Estados
También un país como Alemania tiene que lidiar desde hace décadas con distintos criterios económicos en distintas partes del país, lo que se equilibra con una compensación financiera intraalemana, una especie de solidaridad estatalmente organizada entre autonomías y regiones. Esa solidaridad falta en la Unión Monetaria, lo que, desde la erupción de la eurocrisis, viene corrigiéndose de modo unilateral: merced a la hegemonía alemana, toda Eurolandia ha sido metida en la camisa de fuerza de una unión de austeridad: pacto fiscal más pacto de competitividad. Hay, pues, una política económica y monetaria común: desgraciadamente, de todo punto falsa. En el camino de la política acertada, por la que abogan incluso expertos económicos alemanes, se atraviesan el miedo a la deuda y el miedo a la inflación, y naufraga por causa del egoísmo nacional. Y los alemanes, que son quienes más han podido hasta ahora beneficiarse del euro, carecen de razones para negarse a una comunidad de responsabilidades (eurobonos, o una unión de transferencias). Desde luego que un cambio de rumbo le costaría algo a la República Federal de Alemania, pero manifiestamente menos que una recaída en una dispersión de pequeños Estados promovida y dominada por el marco alemán.
Una Alemania sin el euro tendría que contar con graves quebrantos económicos. No bien de regreso el marco, los mercados de divisas lo reevaluarían, y no precisamente poco (véase más arriba). Ni siquiera la Bundesbank se alegraría demasiado con el poder recobrado. La salida del euro le echaría a perder los balances, pues habría perdido el grueso de la deuda activa que ella misma, el Estado alemán y la banca y las empresas privadas alemanas tienen en la zona euro exterior. De modo que, saliendo del euro, habrían logrado lo que precisamente se quiere evitar: una deuda pública harto mayor –de proporciones italianas o aun griegas— en la patria de los histéricos de la deuda…
Supongamos que Alemania regresara al marco y abandonara la Eurozona el próximo 1 de enero de 2014. ¿Qué pasaría entonces?
Un marco de regreso experimentaría fuertes presiones alcistas frente a los Estados que se mantuvieran en el euro o aun frente a otros que recuperaran sus monedas nacionales. El alza del marco se situaría entre el 20% y el 30%. Eso dañaría enormemente a las exportaciones alemanas: sería el final del milagro exportador. Deberían caer o los salarios o el grueso de las empresas exportadoras. En cualquier caso, el mercado laboral y la coyuntura económica interna resultarían gravemente dañadas.
La Bundesbank estaría sometida a una enorme presión, tendría que acumular pérdidas y no podría seguir contribuyendo al presupuesto federal. Al gobierno federal le quedarían dos opciones: o valorizar las reservas alemanas de oro, lo que resulta arriesgado a la vista de las fluctuaciones de precios del oro; o vincular el capital de la Bundesbank con las reservas federales. En cualquier caso, la deuda pública crecería, y no tardaría en rebasar el 100% del PIB.
La precaria situación económica de los Estados de la UE llevó a una situación en la que las exportaciones alemanas tenían que pagarse muchas veces con créditos alemanes. La deuda activa exigible por la Bundesbank, resultante del sistema Target-2, tenía el 30 de abril de 2013 un monto de 607,0 mil millones de euros: cerca de dos presupuestos federales. Si Alemania abandonara la Unión Monetaria, buena parte de ese dinero se perdería. A fin de cuentas, el euro caería drásticamente en relación con el nuevo marco alemán, lo que tendría también consecuencias para las deudas de muchos socios de la UE.
Huelga decir que los bancos privados no se sustraerían al pánico bancario: no sólo tendrían que lidiar con depreciaciones y quitas de deuda, sino que perderían de la noche a la mañana su credibilidad. La Bundesbank no podría seguir ayudándoles, lo que quiere decir que los depositantes se verían afectados: el pánico bancario sería ineluctable; el sálvese quien pueda. Lo que estaría amenazado serían ahorros y seguros de vida por valor de 3,2 billones de euros: en cualquier caso, un marco más caro les haría perder valor.